(artículo publicado en el blog «Hay Derecho» (Expansión) el 17 de septiembre de 2012)
Es curioso que ya no asombre a nadie leer titulares con enunciados como el siguiente: «el TC legaliza Bildu con el voto a favor de los magistrados progresistas y el voto en contra de los magistrados conservadores». Pero bueno: ¿cómo que magistrados progresistas y conservadores? ¿Qué son, jueces o diputados? ¿Cuál es su función, aplicar la ley o aplicar el programa de un partido político?
Lo cierto es que órganos esenciales del Estado de Derecho (el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, el Tribunal Supremo, etc.) se han convertido en una especie de hemiciclos que reproducen el arco parlamentario y el equilibrio de fuerzas del Congreso de los Diputados: el poder judicial ya no es independiente del poder político.
Nuestra Constitución, tras proclamar la independencia del poder judicial, quiso garantizar esa independencia mediante la creación de un órgano de autogobierno interno, llamado Consejo General del Poder Judicial, integrado por el Presidente del Tribunal Supremo y veinte vocales (doce jueces y ocho juristas). En concreto, el artículo 122 CE, que prevé que de los ocho juristas, cuatro serían elegidos por el Congreso y cuatro por el Senado, nada dice sobre el mecanismo de elección de los doce jueces vocales.
Pero es fácil deducir que el legislador constituyente, al establecer el nombramiento por Congreso y Senado de los ocho vocales juristas, pero callar sobre los doce vocales jueces, estaba pensando en una elección de esos doce vocales ajena a cualquier interferencia política, precisamente, para salvaguardar la independencia del poder judicial en su autogobierno. Nada mejor que la elección independiente de la mayoría de los vocales del Consejo para garantizar la independencia del poder judicial.
Así se interpretó desde el principio. La primera Ley Orgánica del Poder Judicial, aprobada en 1980, establecía que «los Vocales del Consejo General de procedencia judicial serán elegidos por todos los Jueces y Magistrados que se encuentren en servicio activo (…) mediante voto personal, igual, directo y secreto». Quedaba así asegurada, mediante ley orgánica, la independencia de la mayoría de los vocales del CGPJ, cuyo nombramiento tendría lugar sin la intervención de ningún político. Y esa independencia del CGPJ se transmitiría en cascada a todos los órganos judiciales, desde el Tribunal Supremo hasta el último Juzgado de Instrucción del último rincón de España, pues todos sus jueces serían nombrados por unos vocales del CGPJ independientes de cualquier partido. Primarían los criterios técnicos y profesionales a la hora de nombrar a los jueces: un auténtico Estado de Derecho.
Pero ese Estado de Derecho no duró más de cinco años. El afán totalitario de nuestros políticos les hacía insoportable la existencia de un poder judicial independiente. Y los partidos comenzaron su asalto al poder judicial.
El golpe al Estado de Derecho lo dieron los políticos en 1985, mediante la primera reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, que estableció un nuevo sistema para la elección de los doce vocales jueces: seis serían nombrados por el Congreso y seis por el Senado. Desde su entrada en vigor, todo vocal del CGPJ le debe su sillón a un partido político. Desde entonces –a la hemeroteca me remito- los partidos se han repartido impúdicamente el pastel del poder judicial. Y los vocales del Consejo se limitan a actuar como meros ejecutores de la política del partido que los nombró: ¿A nadie le llamó la atención, por ejemplo, que el anterior Presidente del Gobierno anunciase el nombre de un nuevo Presidente del Tribunal Supremo antes de que el CGPJ, que es a quien corresponde esa elección, lo eligiese? ¿Estaba reconociendo aquel político que ya había dado la consigna de voto a “sus” vocales en el Consejo?).
Es cierto que en 2003 los políticos hicieron una especie de paripé para disimular su asalto al poder judicial de 1985, y en una nueva reforma de la Ley Orgánica del Poder judicial concedieron que las asociaciones profesionales de jueces pudieran presentar a un máximo de 36 candidatos, de entre los cuales los políticos elegirían a los 12 vocales jueces. Pero esa puntual intervención de las ya de por sí politizadas asociaciones de jueces –repito: de las asociaciones de jueces, no de los jueces- no curaba la enfermedad: a los vocales les seguía –les sigue- nombrando un partido.
Los defensores del actual sistema de elección de los jueces suelen utilizar tres argumentos: el peligro que supone el corporativismo de los jueces, la politización de las asociaciones de jueces, y la legitimación democrática de los partidos políticos que hasta ahora imponen vocales de su cuerda en el Consejo.
En cuanto a la primera cuestión, el corporativismo judicial es, efectivamente, un peligro real, aunque yo personalmente veo más inofensivo el corporativismo de los jueces al de los políticos. Se trata de elegir entre el corporativismo de los unos o el de los otros.
También es patente la actual politización de las asociaciones de jueces. Una politización de la que, por cierto, tiene parte de culpa el actual modelo de elección de vocales, en el que las asociaciones se han convertido en instrumentos de ciertos partidos en la elección de vocales. Pero no olvidemos que no todos los jueces están asociados, y que lo que aquí propongo no es una elección entre asociaciones, sino entre jueces candidatos, con el sufragio de todos los jueces, incluidos los que no pertenecen a ninguna asociación y que, precisamente por su no adscripción a ninguna asociación, carecen de cualquier participación en la elección de vocales con el sistema actual.
Otro de los argumentos a favor del actual modelo es la legitimidad democrática del legislativo. El hecho de que nuestros representantes políticos hayan sido elegidos por sufragio universal les otorgaría la legitimidad para reproducir el arco parlamentario surgido de unas elecciones generales también en el CGPJ. Al fin y al cabo, el poder (también el judicial) emana del pueblo. Pero esta tesis tiene un problema: choca frontalmente con el principio de separación de poderes. Si queremos que el judicial dependa del poder legislativo, aunque solo sea por su legitimidad democrática, habría que eliminar de la Constitución el principio de independencia del poder judicial. Es más, si lo que se quiere es dotar de la legitimidad del sufragio popular universal al poder judicial, lo coherente sería acudir al sistema norteamericano de elección de los jueces por sufragio universal y directo de todos los ciudadanos, un sistema con un grave pero: es fuente de sentencias populistas, en las que se busca antes el aplauso del elector que la aplicación de la ley.
El nuevo Ministro de Justicia prometió devolver a los jueces el sufragio de sus vocales en el CGPJ, compromiso que se encontraba plasmado en el programa del Partido Popular para las últimas elecciones generales. Si se llevara a cabo sería un gran paso, pero no podemos ser muy optimistas: ante la presión de la oposición, parece que el Ministro se ha echado atrás.
Sería una pena dejar pasar esta oportunidad de devolver al poder judicial la independencia de la que disfrutó en los primeros años de la democracia. Pero incluso la reforma que en un principio planteaba el Ministro me parece corta: ¿por qué no ir más allá? ¿Por qué no dejar que los ocho juristas que ahora eligen Congreso y Senado pasen, por ejemplo, a ser cuatro fiscales elegidos por sufragio de todos los fiscales, y cuatro abogados elegidos por sufragio de todos los abogados? ¿Por qué no un CGPJ en el que ningún vocal le deba el puesto a ningún partido?
Se trataría de un Consejo General del Poder Judicial exento en su composición de cualquier interferencia de los partidos políticos. Un órgano de gobierno donde los criterios técnico-jurídicos tendrían más peso que la ideología política del profesional en cuestión. Además, se dotaría de representación a los dos operadores jurídicos que en el día a día asisten a los jueces en la tarea principal del poder judicial, que es impartir justicia: los fiscales, en su papel de garantes de la legalidad, y los abogados, en su función de defensores de los derechos fundamentales de los justiciables. Nadie mejor que éstos conoce las carencias y necesidades del poder judicial, y cómo afectan a los ciudadanos que defienden. La inclusión de abogados y fiscales en el Consejo, además, sería un buen antídoto contra ese corporativismo de los jueces que tanto asusta a algunos.
Por supuesto, también sería planteable la posible representación en el Consejo de otros profesionales del ámbito jurídico, como secretarios judiciales, notarios, registradores, etc., si bien su papel en la tarea de impartir justicia es más accesoria que la de fiscales y abogados. En cualquier caso, se opte por la composición que se opte, lo más urgente y decisivo es eliminar cualquier intervención de los partidos políticos en la configuración del Consejo.
En el blog OTRASPOLITICAS se puede leer otro artículo relacionado con el tema
http://www.otraspoliticas.com/politica/la-justicia-y-el-poder
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