La Sentencia "Marta del Castillo" y la presunción de inocencia

(artículo publicado en el diario El Mundo el 29 de enero de 2012)


Ante sucesos tan repugnantes como el que acabó con la vida de Marta del Castillo, ninguna sentencia de ningún tribunal puede hacer justicia. En casos como este, la única justicia (en el más estricto sentido del término) consistiría en devolverle la vida a la víctima, y eso ningún juez puede hacerlo. Aun así, la sentencia de la Audiencia Provincial de Sevilla, que condena a “solo” 20 años de prisión a Miguel Carcaño, y absuelve al resto de los acusados, ha causado cierta indignación, en una opinión pública ávida de justicia.

Esa indignación es comprensible, pero un análisis desapasionado, y exclusivamente jurídico de la sentencia permite comprender la decisión de un Tribunal que, en mi opinión, se ha limitado a respetar el derecho de los acusados a la presunción de inocencia: los jueces saben que el estado de ánimo de la opinión pública no es prueba de la culpabilidad del reo.

Es significativo que la sentencia haya comenzado su fundamentación jurídica citando unas palabras de Tomás y Valiente sobre la presunción de inocencia, un derecho que prohíbe la condena formulada por un Juez que no tenga la certeza de la culpabilidad del acusado, y que solo puede destruirse mediante verdaderas pruebas de cargo, nunca por impresiones, apariencias, o estados de ánimo.

El Tribunal sabía que muchos tertulianos radiofónicos, comentaristas, y público en general habían condenado en su fuero interno a Carcaño y sus amigos por esas impresiones y apariencias no contrastadas de las que previene Tomás y Valiente. Pero sin pruebas de cargo definitivas, o lo que es lo mismo, sin certeza jurídica de culpabilidad, la obligación del Juez es absolver. En palabras de la Audiencia Provincial de Sevilla, “la primera tarea de un tribunal penal es determinar si conforme a las pruebas practicadas puede afirmarse sin ningún género de duda razonable que los que se dicen cometidos por los acusados lo fueron realmente, de forma que su derecho fundamental a la presunción de inocencia quede del todo destruido o enervado”.

El Tribunal tenía ante sí una difícil tarea: al no haber testigos presenciales de los hechos, solo contaba con la confesión de Miguel Carcaño, pero éste había proporcionado hasta seis versiones de los hechos distintas e incompatibles entre sí: ¿con qué versión quedarse? En estos casos, la función de los jueces es contrastar cada versión con el resto de pruebas objetivas de que dispone, para descartar las versiones que sean incompatibles con las pruebas objetivas.

En este caso, el Tribunal contaba fundamentalmente con dos pruebas objetivas: los restos de ADN encontrados en el lugar de los hechos, y las llamadas y posicionamientos de los teléfonos móviles de los acusados. Esa técnica es la que ha conducido al Tribunal a dudar de las versiones en las que Carcaño implicaba al resto de acusados: por eso les ha absuelto.

Por ejemplo, es un dato objetivo que junto a los restos de ADN de Carcaño, Marta y el Cuco localizados en el escenario del crimen, no existe rastro del ADN de Benítez, lo que pone en duda las versiones en las que Carcaño decía que Benítez le ayudó a deshacerse del cadáver. Eso se suma a que, si bien en las versiones en las que involucró a Benítez, Carcaño afirmaba haberle llamado entre las 21:00 y las 21:30 para que le ayudase a eliminar las pruebas, lo cierto es que en esa media hora la única llamada que recibió el móvil de Benítez se la hizo el Cuco desde una cabina situada a más de un kilómetro del lugar de los hechos. Además, según los datos de posicionamiento BTS, el móvil de Benítez no estuvo en el lugar de los hechos aquella noche. El ADN, el tráfico de llamadas y el posicionamiento de los teléfonos móviles también corroboran la coartada de los otros dos acusados absueltos: Javier Delgado y María García.

Y aunque a mitad de juicio apareció un taxista afirmando haber llevado a Javier al lugar de los hechos antes de la desaparición del cadáver, es normal que la audiencia prive a este testigo de credibilidad, primero por lo extraño de que tarde dos años y ocho meses en acudir a denunciar unos hechos tan graves, pero sobre todo porque afirmó haber reconocido Javier por su voz en un reportaje de televisión: ¿puede reconocer un taxista la voz de un cliente al que trasladó una vez 32 meses antes?

Lo que si me parece más discutible es la calificación de los hechos como asesinato, y no de homicidio, por la concurrencia de alevosía. Tengo mis dudas de que una agresión con un cenicero (que es la causa de la muerte que se declara probada), por sorpresiva que pueda ser, pueda encuadrarse en el concepto de alevosía. Este será, sin duda, uno de los puntos más relevantes que tendrá que solventar el Tribunal Supremo cuando resuelva los recursos de casación. Lo que no comparto es la calificación menor, como simple homicidio imprudente, que hace la defensa: en la descripción de los hechos que hace la sentencia, no veo imprudencia, veo dolo.

También es discutible la cuantía de la pena. El delito de asesinato conlleva una pena de entre 15 o 20 años, y la audiencia provincial, sin que concurran circunstancias agravantes, ha aplicado a Carcaño la máxima pena, 20 años de prisión, atendiendo a la gravedad de los hechos. Pero basa esa gravedad en dos hechos que son posteriores al asesinato: la negativa a desvelar el paradero del cadáver, y el hecho de haber acusado al resto de coimputados siendo estos inocentes. Pero, en mi opinión, la negativa a desvelar el paradero del cadáver estaría amparada por el derecho a no declarar contra sí mismo que garantiza la Constitución, mientras que la incriminación de los otros acusados inocentes, siendo reprochable, en nada afecta a la gravedad del hecho por el que se le juzga. Esto no significa, ni mucho menos, que la pena adecuada sea la mínima de 15 años, pues en mi opinión concurren otros elementos objetivos, que aunque la sentencia no los mencione, dotan de un plus de gravedad a este crimen, como la minoría de edad de la víctima (lo que aumenta el injusto sufrimiento de sus padres y hermanas), o la relación de amistad, precedida de un noviazgo, entre el agresor y su víctima.

En cualquier caso, es de agradecer el esfuerzo de los autores de esta sentencia por sustraerse a las presiones de la opinión pública y dictar una sentencia sobre bases puramente jurídicas y, sobre todo, respetando la presunción de inocencia. Algunos seguimos pensando que merece la pena correr el riesgo de absolver a cien delincuentes, con tal de evitar la eventual condena de un inocente. 

© José María de Pablo Hermida, 2012.